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  • 16-10-2010


    «El diálogo con la sociedad no se hace sabiamente»


    Entrevista a Joaquí­n Perea, autor de «Otra Iglesia es posible», entrevistado por José Luis Palacios

    Joaquín Perea, sacerdote de Bilbao, antiguo profesor del Seminario de Derio y profesor de Teología en Deusto, ha publicado «Otra Iglesia es posible» (Ediciones HOAC), con el objetivo de ayudar a quienes la situación actual de la Iglesia les ha llevado o desencantarse, rendirse o alejarse.

    - Aunque en su libro no oculta las deficiencias de la Iglesia actual, se nota un estilo constructivo y riguroso. ¿Se ha sentido libre a la hora de escribirlo?

    - Me he sentido absolutamente libre y no he tenido más que un límite, impuesto por mí mismo: el mejor tratamiento de las cuestiones para lograr mi objetivo. Por otra parte he de decir con honradez que nunca me he visto constreñido ni he recibido ninguna llamada al orden por parte de la autoridad. Es verdad que tampoco he publicado tantas cosas… Los bautizados tenemos que saber mantener nuestra libertad de hijos de Dios también en lo que decimos y escribimos públicamente. Es lamentable la actual autocensura de algunas publicaciones y editoriales católicas en relación con determinados autores o libros. El miedo siempre es malo; en la Iglesia, mucho más. Claro está que pueden sobrevenir tensiones y conflictos, pero hay que tener fortaleza cristiana para asumirlos.

    - ¿Quiso Jesús fundar una Iglesia? ¿Qué Iglesia?

    - La pregunta se responde con otra pregunta, y no por «galleguismo», porque no lo soy. ¿Qué se entiende por fundar una Iglesia? En el capítulo primero del libro intento desenredar la madeja con cierto detenimiento y apoyándome en las fuentes históricas del Nuevo Testamento. Como dice el gran exégeta católico N. Lohfink, puede afirmarse que Jesús no quiso fundar una Iglesia porque ya estaba fundada: el pueblo de Dios del Antiguo Testamento. Pero, por otra parte, el fracaso de Jesús y su muerte en cruz condujeron a que la resurrección fuera el comienzo de una nueva aventura: el anuncio a todo el mundo por parte de los discípulos del reino de Dios como lo hizo Jesús, anuncio que ahora se convierte, desde Pablo sobre todo, en el anuncio del reino de Cristo resucitado.

    - ¿Le parece justa la afirmación de que «Jesús predicó el Reino y fue la Iglesia lo que vino»?, ¿qué relación hay entre la Iglesia y el anuncio de, y la lucha por el Reino de Dios?

    - La frase entrecomillada fue escrita por Loisy en plena crisis modernista a comienzos del siglo XX y condenada por el papa Pío X porque en el sentido de su autor significaba una ruptura de la comunidad primitiva con el proyecto de Jesús. La exégesis católica y la reflexión teológica moderna asumen con matices el contenido de aquella frase. Es cierto que Jesús predicó el reino de Dios y es cierto que vino la Iglesia. Pero la clave de la cuestión está en la Pascua: la derrota de Jesús que se trasmuta en victoria de Cristo resucitado cambia radicalmente las tornas. Ahora el grupo de sus discípulos sigue anunciando el reino de Dios que ya se ha verificado en Cristo, aunque tiene que completarse en la plenitud de la creación y de la historia. Esto es el evangelio, la buena noticia. Así pues, a la primitiva comunidad y a la Iglesia de todos los tiempos nos corresponde el anuncio eficaz (es decir, que se realiza) del reino de Dios. Pero, ¡atención!, el «reino de Dios» es el «reinar de Dios», la acción de Dios que reina. Y donde Dios reina, allí se establece la verdad, la justicia, la paz, el amor, el servicio…

    - Afirma usted que el Vaticano II no llegó a desarrollar del todo documentos importantes ni se preocupó de las actualizaciones jurídicas que habrían servido para una renovación más intensa de la Iglesia como institución…

    - Las causas de ese vacío son, a mi entender, dos. La primera: la necesidad de concentrar los esfuerzos de los Padres conciliares en los elementos teológicos y eclesiológicos más nucleares de la reflexión conciliar. El Concilio debía tener unas medidas razonables de tiempo y lo importante era poner en marcha aquel nuevo impulso del Espíritu al que convocó Juan XXIII. Por eso se dejaron para el posconcilio las cuestiones de carácter jurídico y operativo. La segunda causa: la mayoría conciliar pecó de ingenuidad y no calculó que toda su obra caería en manos de la curia romana, gobernada por la minoría conciliar. Ella ha sido la que ha intervenido como una apisonadora a lo largo de estos más de cuarenta años para conseguir la «reforma de la reforma».

    - ¿Está desatendiendo peligrosamente la Iglesia, como comunidad de seguidores de Jesús, las nuevas experiencias históricas y negándose a encarnarse en las formas de expresión del presente?, ¿no debería haber aprendido de su propia historia?

    - El miedo a las «ventanas abiertas» que proponía el papa Juan ha provocado ya desde finales de los sesenta un movimiento de huida al gueto por parte de los dirigentes de la Iglesia a quienes han acompañado los llamados «nuevos movimientos eclesiales» y muchas personas de mayor edad o de naturaleza conservadora. So pretexto de «mantener la identidad católica» y bajo la acusación no probada de supuestas alteraciones por parte de teólogos del mensaje de la fe y de las exigencias morales, se ha producido un fenómeno de involución doctrinal, de construcción de bastiones, de centralización jurídica y administrativa, de persecución de los teólogos que no van de acuerdo con el pensamiento oficial, etc. Es una desgracia, según mi modo de ver, que la Iglesia oficial no haya aprendido de la historia, especialmente de todo lo ocurrido desde la Ilustración y la modernidad, lo cual nos había conducido a estar al menos dos siglos al margen de la ciencia, la cultura, el pensamiento, los planteamientos sociales y políticos; en definitiva, al margen de muchos hombres y mujeres de buena voluntad que buscaban la verdad.

    - El Concilio renovó profundamente la presencia y la acción de los laicos y abrió un camino… Sin embargo, no hay una normativa canónica acorde con el nuevo papel del laicado, ni suficiente sensibilidad episcopal, ni tampoco una decidida actuación de los propios laicos…

    - No sólo no existe una normativa jurídica que esté acorde con la figura y el papel del laicado, sino que aquella que existe (el Código de Derecho Canónico de 1983 y varios documentos posteriores) embotan o amordazan en algunos casos y en otros contradicen afirmaciones clave del Concilio. Sin embargo, también están abiertas muchas posibilidades y lo lamentable es que los laicos no las aprovechan como debieran. Por ejemplo, hoy existe la posibilidad de constituir asociaciones de laicos que podrían ser una palanca importante para la evangelización de la sociedad contemporánea, para la presencia de la Iglesia en el mundo, así como para la reforma de la propia Iglesia. Causa profunda pena a quienes conocimos tiempos mejores del laicado, ver a tantos grupos exangües, encerrados en cuestiones o conflictos intraeclesiales, sin la valentía necesaria para lanzarse al mundo a anunciar el evangelio del Reino.

    - ¿Qué pueden hacer en este sentido los movimientos de laicos?, ¿qué deben cambiar y mejorar?

    - Cuando estudiábamos la filosofía escolástica aprendimos un eslogan medieval: «operari sequitur esse», el obrar sigue al ser. Aplicado al caso: creo que los movimientos deben poner en práctica lo que son. Grupos organizados de creyentes en Jesús que buscan transformar el orden temporal para adelantar el reino de Dios. Cada movimiento lo habrá de hacer según su propio carisma. Este último está bien claro para la HOAC. A mí, que conocí personalmente a los «padres fundadores», Tomás Malagón, Rovirosa, Castañón, y en mi Baracaldo natal al bueno de Robus Suárez, presidente de la HOAC de Vizcaya, me gustaría mucho que se mantuviera ardiente la llama que ellos encendieron. No es otra cosa, desde luego, lo que habéis hecho en vuestra XII Asamblea.

    - ¿Considera que cuestiones como la democracia interna en la Iglesia, el papel de las mujeres o el modelo comunitario de los ministerios acabarán siendo atendidas por la institución?

    - No quedará más remedio, si queremos ser signo de algo en la sociedad actual. La cuestión es cuánto tiempo tardaremos en caer del burro, cuánta gente de buena voluntad se descolgará por el camino, cuánto dolor y confusión provocaremos y cuánta pérdida de credibilidad alcanzaremos. Y, al final, como en tantas otras ocasiones se dirá: «Ya afirmamos en su día…».

    - ¿Tienen sentido las parroquias hoy en día?, ¿en qué deberían cambiar y por qué?

    - Desde luego, si queremos mantener los parámetros territoriales, jurídicos y administrativos de las actuales parroquias, tanto de ciudad como de campo, serán un fracaso y no responderán a las demandas de vida comunitaria y de evangelización misionera que se plantean en el presente. Por desgracia, la actual configuración jurídica, tal como la interpretan de hecho los obispos y los curas, aboca a esa situación. Y, por otra parte, las iniciativas que se están tomando en muchas diócesis para resolver el problema a través de las «unidades pastorales», tampoco hacen avanzar mucho la situación. Sobre todo, porque los criterios de funcionamiento siguen siendo subrepticiamente los que fueron originarios de la parroquia en la Edad Media y siguen gravitando casi exclusivamente sobre las espaldas de los curas. En el fondo hay aquí un problema de ministerios eclesiales, pero este es un asunto que requeriría más tiempo y más páginas.

    - ¿Cómo debería la Iglesia situarse en el contexto de la situación actual?, ¿cómo debería ser su acción ante los temas polémicos que convulsionan a la sociedad?

    - Creo que se debe reconocer que el diálogo con la sociedad y el Estado laicos no es conducido actualmente de manera sabia e inteligente. Se tiene la impresión de que la autoridad eclesiástica quiere casi necesariamente inmiscuirse en las cuestiones que se debaten en el nivel político. Esta mezcla no nos hace más que daño. No quiero decir que la Iglesia no debe participar en la vida pública. Quiero decir que creo que la Iglesia debe proclamar los principios, pero luego también respetar un Estado laico que no necesariamente se inspira en los principios católicos. Mantengo, por ejemplo, que es nuestro deber hacer presente a los políticos que debemos respetar la vida ya en su origen. En suma, se puede dar una presentación serena de la posición de la Iglesia sin dar la impresión de que la Iglesia detente la verdad absoluta y aquellos que no la siguen están en el error. Por tanto, ninguna pretensión de monopolio en el ámbito de los valores y de los principios éticos.

    - ¿Cuáles serían las líneas principales para acometer la necesaria renovación de la Iglesia?

    - Lo que habríamos de tener, según mi opinión, es una Iglesia donde los líderes reconozcan e impulsen la elaboración de decisiones en los niveles apropiados en las Iglesias locales; donde los dirigentes locales escuchen y disciernan con el pueblo de Dios de esa área lo que «el Espíritu dice a las Iglesias», como recuerda el autor del Apocalipsis, y luego lo articulen como un consenso de la comunidad creyente, orante y servidora. Se necesita fe en Dios y confianza en el pueblo de Dios para hacer aquello que a algunos o a muchos les puede parecer un riesgo. La Iglesia podría enriquecerse como el resultado de una diversidad que integra verdaderamente los valores socioculturales y los conocimientos de una fe viva y en desarrollo, junto con un discernimiento de cómo tal diversidad puede promover la unidad en la Iglesia, no habiendo necesidad, por tanto, de uniformidad para ser verdaderamente auténtica. Aquí la dificultad principal se encuentra en el hecho de la fragmentación de los católicos en grupos y corrientes, cada uno de los cuales tiene su propia fórmula de renovación de la Iglesia. ¿Cómo salir de esta situación? ¿Cómo reconciliar tan diferentes visiones de la Iglesia o modelos de Iglesia? No tengo la fórmula mágica, pero quiero decir sólo lo siguiente: que entre todos debemos encontrar una actitud de respeto y reverencia por la diferencia y diversidad cuando buscamos una unidad viviente en la Iglesia; que los creyentes, individualmente y en grupo, deben ser autorizados, verdaderamente capacitados para encontrar o crear un tipo de comunidad que sea expresiva de su fe y aspiraciones respecto a su vida cristiana y a su compromiso en la Iglesia y en el mundo, y que se esfuerce en mantener en una tensión legítima y constructiva las incertidumbres y ambigüedades que conllevará todo esto, confiando en la presencia del Espíritu Santo.

    En definitiva, lo que acabo de decir no es más que repetir el título del libro. Me he alegrado mucho de ver este mismo verano en Alemania, que se acaba de publicar, cuando ya nuestro libro estaba en las librerías, una conferencia del padre Jon Sobrino, celebrada en la Facultad de Teología de Innsbruck, con un título muy parecido al mío: «Otra Iglesia es necesaria - otra Iglesia es posible». Esa es sencillamente mi propuesta y mi deseo.

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Joaquín Perea autor de «Otra Iglesia es posible»

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